EL RINCON DEL LOBO

En este espacio intentaremos describir todo lo que nuestra mente puede hacer por nosotros.


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EDGAR CAYCE : EL ULTIMO GRAN PROFETA.

 

 

El Rincon del lobo.- El Universo

 

Elaborar su propio destino,  diseñar su propia vida,  obtener casi todo lo que quiere y  ver a futuro son cosas que obviamente  el ser humano puede hacer. Casi nada escapa a su mirada escudriñadora y a su razonamiento analítico. Diariamente  en los periódicos y en los noticiarios de TV  muchas de sus predicciones, apoyadas en estudios  científicos, nos alertan sobre terribles hechos. Pero, ¿el hombre individual  podría  tener  la capacidad predictoria  y la exactitud  científica  para  alertarnos sobre hechos futuros?  ¿Podría cualquiera de nosotros entrar en un estado de Alerta (mental) que nos  permitiera  convivir con tiempos futuros o pasados?  ¿ Este estado de alerta mental nos es innato o lo podríamos aprender?  Al respecto  Louis Bergier nos comenta lo siguiente:

Si los hombres tienen dentro de ellos mismos la posibilidad física de ascender a este o a estos estados de alerta, la búsqueda de los medios de emplear aquella posibilidad debería ser la finalidad principal de su vida. Si mi cerebro posee las máquinas necesarias, si todo esto no es sólo del dominio religioso o místico, si todo eso no depende exclusivamente de una «gracia» o de una «iniciación mágica», sino de ciertas técnicas, de ciertas actitudes interiores y exteriores capaces de poner en funcionamiento aquellas máquinas, entonces comprendo que mi única ambición, mi tarea esencial, debería ser la conquista del estado de alerta, del espíritu de vuelo.

Si los hombres no concentran todos sus esfuerzos en esta búsqueda, no es que sean «ligeros» o «malos». No es cuestión de moral. Y en esta materia, los esfuerzos desperdigados no sirven para nada. Acaso los instrumentos superiores de nuestro cerebro son sólo utilizables cuando la vida entera (individual, colectiva) es ella misma un instrumento, considerada y vivida de manera apta para establecer la necesaria conexión.

Si los hombres no tienen por único objeto el paso al estado de alerta, es que las dificultades de la vida en sociedad, la persecución de los medios materiales de existencia, no les deja tiempo para ello. Los hombres no viven solamente de pan, pero, hasta hoy, nuestra civilización no se ha mostrado capaz de proporcionarlo a todos.

A medida que el progreso técnico permita respirar al hombre, la busca del «tercer estado» de alerta, de la hiperlucidez, reemplazará a las otras aspiraciones. La posibilidad de participar en esta búsqueda será por fin reconocida como uno de los derechos del hombre. La próxima revolución será psicológica.”

Tal vez en este siglo  sea el tiempo de despertar la conciencia del hombre, de que desarrolle  plenamente ese “tercer estado”, ese nivel de conciencia  que nos permita elevarnos a un plano espiritual en el cual “todos estemos conectados”  y podamos utilizar el “poder de nuestra mente” para cambiar para bien  el estado actual del planeta y de la humanidad. Adentrémonos en la búsqueda de este “estado de alerta”, como los han hecho los místicos,  los filósofos o los científicos que siempre han visto  -al abrir su conciencia-  la existencia invisible de la totalidad, de la substancia Universal. El yoga, los métodos de desarrollo mental (por ejemplo el Método Silva) o la Psicotrónica  podrán sernos de gran ayuda.

Transcribo  lo que Bergier considera un ejemplo (de los 3 que describe en su libro)  de un profeta moderno que supo desarrollar su conciencia  para ayudar a la humanidad (hacia curaciones milagrosas):  Edgar Cayce.

“Edgard Cayce murió el 5 de enero de 1945, llevándose un secreto que ni él mismo había podido penetrar y que le asustó toda la vida. La «Fundación Edgar Cayce», de Virginia Beach, que cuenta con médicos y con psicólogos, prosigue el análisis de los legajos. Desde 1958, los estudios sobre la clarividencia gozan en América de créditos importantes. Es que se piensa en los servicios que podrían prestar, en el terreno militar, los hombres aptos para la telepatía y la precognición. Entre todos los casos de clarividencia, el de Cayce es el más puro, el más evidente y el más extraordinario113.

El pequeño Edgar Cayce estaba muy enfermo. El médico rural estaba a la cabecera de su lecho. No había manera de sacar al muchacho de su estado de coma. De pronto, bruscamente, sonó la voz de Edgar, clara y tranquila. Y, sin embargo, dormía. «Le diré lo que tengo. He recibido un golpe en la columna vertebral con una pelota de béisbol. Hay que hacer una cataplasma especial y aplicármela en la base del cuello.» Con la misma voz, el chiquillo dictó la lista de plantas que había que mezclar y preparar. «De prisa, pues el cerebro está en peligro de ser alcanzado.»

Por si acaso, le obedecieron. Por la noche, había cedido la fiebre. Al día siguiente, Edgar se levantó, fresco como una lechuga. No se acordaba de nada. Ignoraba la mayoría de las plantas que había mencionado.

Así comenzaba una de las historias más asombrosas de la medicina. Cayce, campesino de Kentucky, completamente ignorante, poco inclinado a usar su don, y que se lamentaba sin cesar de no ser «como todo el mundo», cuidará y curará, en estado de sueño hipnótico, a más de quince mil enfermos, debidamente homologados.

Obrero agrícola en la granja de uno de sus tíos, después dependiente de una librería de  Hopkinsville y por último dueño de una tiendecita de fotografía donde se propone pasar tranquilamente sus días, hace de taumaturgo contra su voluntad. Su amigo de la infancia, Al Layne, y su novia, Gertrudis, unirán sus fuerzas para obligarle. Y no por ambición, sino porque no tiene derecho a guardarse su poder, a negarse a ayudar a los afligidos. Al Layne es un tipo enfermizo, siempre está malo. Se arrastra. Cayce consiente en dormirse: describe los males y dicta los remedios. Cuando se despierta exclama: «Esto no es posible; no conozco la mitad de las palabras que has anotado. ¡No tomes esas drogas, es peligroso! No comprendo nada. ¡Todo esto es cosa de magia!» Se niega a volver a ver a Al y se encierra en su gabinete de fotografía. Ocho días más tarde, Al llama a su puerta: jamás se ha encontrado tan bien. La pequeña ciudad se conmueve; todos quieren consultarle. «No voy a ponerme a curar a la gente porque hablo en sueños.» Acaba por aceptar, con la condición de no ver a los pacientes, por miedo de que, al conocerlos, su juicio se vea influido, con la condición de que algún médico asista a las sesiones; con la condición de no cobrar un céntimo y no recibir siquiera el menor regalo.

Los diagnósticos y las prescripciones formulados en estado hipnótico son de una precisión y sutileza tales, que los médicos están convencidos de que se trata de un colega disfrazado de curandero. Limita sus sesiones a dos por día. No es que tema la fatiga, pues sale de sus sueños muy descansado. Es que quiere seguir siendo fotógrafo. No trata en absoluto de adquirir conocimientos médicos. No lee nada, continúa siendo el hijo de unos campesinos, provisto de un vago certificado de estudios. Y se rebela contra su extraña facultad. Pero, en cuanto decide dejar de emplearla, se queda afónico.

Un magnate de los ferrocarriles americanos, James Andrews, acude a consultarle. Le prescribe en estado de hipnosis, una serie de drogas y, entre ellas, cierta agua de orvale. No hay manera de encontrar este remedio. Andrews hace publicar anuncios en las revistas médicas, sin resultado. En el curso de otra sesión, Cayce dicta la composición de aquella agua, extremadamente complicada. Después, Andrews recibe una respuesta de un joven médico parisiense; el padre de este francés, que también era médico, había elaborado el agua de orvale, pero había dejado de explotarla hacía cincuenta años. La composición era idéntica a la «soñada» por el modesto fotógrafo.

El secretario local del «Sindicato de Médicos» se apasiona por el caso Cayce. Convoca un comité de tres miembros, que asiste a todas las sesiones estupefacto. El «Sindicato General Americano» reconoce las facultades de Cayce y le autoriza oficialmente a realizar «consultas psíquicas».

Cayce se ha casado. Tiene un hijo de ocho años, Hugh Lynn. El niño, jugando con unas cerillas, provoca la explosión de un depósito de magnesio. Los médicos pronostican la ceguera total en plazo breve y recomiendan la ablación de un ojo. Aterrorizado, Cayce se sume en uno de sus sueños. En estado hipnótico, se pronuncia contra la ablación y prescribe quince días de aplicación de compresas de ácido tánico. Según los especialistas es una locura. Y Cayce, presa de los mayores tormentos, apenas se atreve a desoír sus consejos. Al cabo de quince días, Hugh Lynn está curado.

Un día, después de una consulta, sigue dormido y dicta, una tras otra, cuatro recetas muy precisas. No se sabe a quién pueden referirse, y es que han sido formuladas por anticipado para los cuatro próximos enfermos.

En el curso de una sesión, prescribe un medicamento al que llama «Codirón» y da la dirección de un laboratorio de Chicago. Llaman por teléfono. « ¿Cómo pueden haber oído hablar del «Codirón»? Todavía no ha sido puesto a la venta. Precisamente acabamos de realizar la fórmula y de ponerle el nombre.»

Cayce, aquejado de una enfermedad incurable que sólo él conocía, muere el día y a la hora que había anunciado: «El cinco por la noche, estaré definitivamente curado.» Curado del mal de ser «algo distinto».

Interrogado durante su sueño sobre su manera de proceder, había declarado (sin acordarse de nada al despertar, como de costumbre) que se hallaba en condiciones de ponerse en contacto con cualquier cerebro humano viviente y de utilizar las informaciones contenidas en aquel o en aquellos  cerebros para dar el diagnóstico y el tratamiento de los casos que se le presentaban. Era tal vez una inteligencia diferente la que entonces se animaba en Cayce, y que utilizaba todos los conocimientos de la Humanidad, como se utiliza una biblioteca, pero casi instantáneamente, o al menos a la velocidad de la luz o de la electromagnética. Pero nada nos permite explicar el caso de Edgar Cayce, de esta manera o de otra. Lo único que se sabe cierto es que un fotógrafo de pueblo, sin curiosidad ni cultura, podía ponerse, a voluntad, en un estado en que su espíritu funcionaba como el de un médico genial, o mejor, como todos los espíritus de todos los médicos juntos.” (Pauwels Louis y Bergier Jacques.- El retorno de los brujos. Pags  240-242 ).

Para ver un poco más sobre Edgar Cayce  descarguen un video desde este enlace:

PROFECIAS DE EDGAR CAYCE